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Querido Santi:

Te escribo a ti estas líneas, desahogo pascual, y espero que no sean las últimas, porque las ideas fluyen sin cesar por mi cabeza y por mis pies, y es sólo la falta de tiempo la que me impide recogerlas en un par de párrafos mal escritos.

Te escribo a ti porque cuando estuve enfermo no te dije nada y sé que te dolió y te doliste sinceramente, movido sólo por la amistad, la camaradería y la comunión de los santos, que es mucho más que lo que se dolería un médico al uso. Ahora que mi curación sigue la evolución deseada, debo hacerte partícipe de mis progresos en este ser-uno-mismo en el que uno-mismo está en harina.

Y te escribo aún a sabiendas de que mis palabras y reflexiones no alcanzan ni alcanzarán tu sabiduría, ni en esta vida, ni en la Otra, pues la sabiduría no está en el pensar ni en el escribir, sino en el ser, y de eso, amigo, poeta cotidiano, eres alumno aventajado.

Pues lo dicho, estaba en estas lides mías, pensando la acción política, que es una forma como cualquier otra de no hacer política, y he caído en la cuenta de que no tengo receta. Y tras darle un par de vueltas, que es como se dice ahora, volver a pensar lo pensado, que es repensar, he descubierto no sólo que no tengo receta, sino también que estoy harto de recetas. ¡Enorme, gigantesco descubrimiento cuando uno roza ya la cuarentena, y en otro tiempo debería estar criando malvas o escribiendo las memorias de una vida llena de sobresaltos! No tengo receta para casi nada. Ni para la acción política, ni para la reestructuración territorial del Poder en España ni para los mecanismos de representación parlamentaria, ni para colgar un cuadro, ni para la cena de esta noche.

Y empiezo a pensar, amigo, que en verdad el problema de nuestro tiempo pasa porque todo el mundo pretende tener una receta para todo. Todo el mundo quiere ser médico, especialmente, los políticos, los institutos de estudios financieros, la gran patronal, los sindicatos, y los gurús del zen y del new age. Obviamente, médico y anestesista, porque la mayoría de las recetas pasan, en primer lugar, por anestesiar al enfermo, y convertirlo en una especie de zombie mutante sin voluntad. Luego, ya se implantará el modelo y se ejecutará con eficacia matemática.

Me asoma una intuición: este mal del recetarismo, por llamarlo de algún modo, tiene su origen en la Revolución Francesa. Los guillotinadores y sus intelectuales consideraron que a la Europa moderna y, por extensión, al orbe cristiano, le aquejaba una grande enfermedad, violenta y desgarradora. Diseccionaron la dolencia con precisión científica y se dedicaron a recetar. Guillotina y declaración de derechos individuales. Obviamente, no se hallaba entre tales derechos el de no ser guillotinado. La receta fue implacable. Como médico insobornable al dolor, de modo sistemático, recetaron guillotina y garrote. Y muchas, muchas declaraciones de derechos individuales, al punto de que el enfermo sanó de su terrible dolencia. El cuerpo social fue mutilado y ya se sabe que si te duele un brazo y te lo cortas, el brazo deja de doler. Más aún si lo que te duele es la cabeza.

067-planificarDesde entonces, todo el mundo aplica sus recetas: liberales, marxistas, socialdemócratas, conservadores, neoliberales, socialistas, comunistas, nacionalistas. Si no tienes receta, otros la tienen por ti. ¡Es la grandeza del sistema!

Querido Santiago, me aqueja una pena enorme pues he advertido, por fin, que no tengo receta. Porque no soy médico. Ni quiero anestesiar nada. Porque en las cosas de la acción política que nos ocupan, el único enfermo es el que se considera médico-anestesista. Enfermo de falta de amor, que es la forma más ridícula y peligrosa a la vez, de morir poco a poco, y en realidad, el único mal verdaderamente grave.

Lo dicho: descubrimiento pascual: mi receta es que no tengo receta. Ahora entiendo por qué no he podido ser político, ni analista de un instituto financiero, ni gurú, ni zen, ni patrono ni sindicalista.